domingo, 15 de março de 2015

nº 197 Um conto de Eduardo Dieste.


Olegaria Dieste foi a única mulher dos sete filhos do casal formado por Eladio Dieste Muriel e Olegaria Gonçalves Silveira. Em 1910, com vinte anos cumpridos, era uma boa estudante de piano que um ano mais tarde superaria o quinto curso com a máxima nota. O benjamim da família, Rafael, tinha onze e ainda haveriam de passar alguns anos mais para ver publicados na imprensa os seus primeiros artigos. Quem já encetara a sua carreira como articulista era Eduardo Dieste (1881-1954), que em 1911 vai publicar Leyendas de la Música, Madrid : Sucesores de Hernando, 1911 (Madrid : Imp. de Alrededor del Mundo). Este mesmo ano volve ao Uruguai, pais do que com o passo do tempo exercerá como cônsul em Londres, diversas cidades do Estado Espanhol, São Francisco, Santiago de Chile, Nova Iorque...Mas em dezembro de 1910, Eduardo Dieste deixou-nos um formoso conto de Natal cujos figurinos poderiam inspirar-se em Olegaria e Rafael, numa cena íntima na casa da rua de Abaixo em Rianxo. O relato que lhe conta a irmã ao pequeno doente parece o roteiro dum filme de Méliès. A visão utópica da lua que nos presenta o autor lembram-me às ideias maçónicas que enraizaram na família Dieste, nomeadamente no primogénito Eladio. Tal vez seja só a descrição do paraíso que a narradora quer para o seu irmancinho agonizante. Contudo, quero crer que o conto não é tão dramático, que a criança pechou os olhos para descansar, que sanou da sua enfermidade e que com o passo do tempo escreveu Dos Arquivos do Trasno, A fiestra valdeira, Rojo farol amante... E por certo, que bem escrevem em castelhano os escritores galegos!


«EL CUENTO DE LA HERMANA
El niño estaba fatigado por aquella larga clausura en el lecho. La tibieza de las sábanas le irritaba, lo mismo que aquella simiobscuridad que todo el día se conservaba rigurosamente en el cuarto.
El silencio se aumenta desde que las campanas, con su voz grave que se esparce quejosamente por el aire en una leve agonía, llaman á la oración.
La quieta soledad permite arribar al cuarto la greguería ruidosa de sus camaradas entregados al juego y la disputa en la calle, y esto produce al niño una codicia tan grande como la fruta y la miel cuando estaba sano y alegre. Los juguetes dispersos tienen posturas de un triste abandono y esperan resignados á que los amortaje el polvo, porque el niño, su alma de vida, se muere: lo saben por el aire que los envuelve como un aliento pestilencioso de droga y de fiebre, y por el reposo dilatado que padecen, tan distinto de aquel otro, animado por la esperanza, en las vitrinas resplandecientes del bazar. Pronto han de yacer en el desván obscuro entre ratones y arañas, en compañía de muebles mutilados, cubiertos de polvo y penetrados por la humedada que rezuman las tejas; luego la polilla los roerá con lenta crueldad muchos años, muchos años, quizás siempre...
Encima de la mesa de noche, junto á un cordel revuelto como una firma descansa el trompo, que ya no volverá á lucir su doble corona de rojo y azul, tan hermosa cuando se dormía en la voluptuosidad de la danza después de hincar victoriosamente su aguijón de acero en el trompo castigado. ¡Que hábil era su dulce amito! Gracias á esto solo tiene dos señales de estigma en su parte baja que apenas se ven.
La pelota de brillantes colores dispuestos en cascos azules, amarillos, rojos y verdes se esconde en los pliegues de la colcha y ostenta no sé por qué, una hinchazón optimista que con su pintura de Arlequín da la idea de una carcajada pronta á estallar. Aun hoy la acariciaron las manos cálidad del enfermo.
Un arco de radios de alambre con cascabeles dorados cuelga del cuello de un borrico de cartón que mira con aire estúpido hacia la cama y parece que de un momento á otro prorrumpirá en una lamento sin fin, ruidoso y doliente.
Se arrastra la penumbra por los rincones. Cada vez se percibe más clara la bulla de la calle, y el capricho da un salto con fuerza de ilusiones en el corazón del enfermo. Quiere dejar la cama al instante y salir á jugar con sus amigos. Se destapa y llora.
su hermanita mayor le reconviene con dulzura:
–Vamos –le dice– no seas tontín. –Espera á que estés bueno, que pronto será... ¡Que frío hace...! ¡Birr! ¡Que frío...!
Le arropa bien, y el niño se engruña á la idea del frío.
La hermana se extremece de nuevo para darle á entender que le tiene mucha envidia por estar en la cama.
–Así calentito... ¡Qué bien estás! ¡Birr! ¡Qué frío...!
–Cuéntame un cuento –dice el niño con vocecilla exigente.
–Si, hombre, si... Verás... Una vez...
Y el enfermo abre mucho los ojos, porque de los labios de la hermana van á brotar maravillas. La hermana mayor es una maga que sabe el por qué de todas las cosas, y extrañas historias de príncipes que luchan con dragones para robarles tesoros de pedrería y de oro, cuando no doncellas sujetas á encantamiento y bajo la custodia de maliciosos gnomos deformes; todo ello en regiones ideales, con palacios de coral y de diamantes, escalinatas de jaspes, jardines de flores dorados por el sol cuando es de día, y por la noche iluminados misteriosa y dulcemente por millones de estrellas...
Le habló de la luna, que se veia detrás de los vidrios plantada como un cuerno de oro en la cima sinuosa montaña.
–¿Parece muy pequeña, verdad? Pues no; es muy grande, muy grande, mucho mayor que este pueblo. Con los telescopios se la ve así, muy grande y todo lo que pasa dentro. Es como un globo inmenso de luz muy blanca, y por el cielo, entre nubes de plata y de púrpura corren coches preciosos de brillantes y de nácar tirados por yeguas blancas; y en ellos van mujeres de grandes ojos y dulce sonrisa que nunca se desprende de sus labios, todo el traje azul y blanco, y la cabellera rubia flotando al viento. Cuando bajan al suelo acuden muchos pájaros de pintado plumaje y cantan á porfía entre las frondas. Las arpas y cítaras llenan el aire de harmonías, y sobre alfombras de flores que despiden exquisito perfume, danzan en círculo las divinas mujeres y hermosos mancebos, entrelazadas las manos. si, también hay niños, mejor dicho, ángeles que nunca están enfermos y no hacen otra cosa que jugar á las batallas con flores y reir como locos porque bellos animalitos de piel de armiño retozan con ellos en al hierba y los pájaros les hurtan por broma las golosinas... Corren también á caballo por los bosques hasta encendérseles el rostro por la fatiga, y entonces se acuestan rendidos á la sombra de corpudos árboles y meriendan manjares muy sabrosos que les sirven las mujeres rubias que siempre están sonriendo. Se bañan con los cisnes en los lagos y se divierten con gran algazara de risas levantando espuma que se arrojan unos á otros. No hay escuela nunca, y siempre las campanas repican alegremente á fiesta. No hay duendes ni fantasmas, y los sueños son amables...
El niño cerraba los ojos dulcemente. Las últimas palabras de la hermanita resonaban en sus oídos como los ecos de una música lejana. Rozó su frente un beso y apagose la luz de sus sentidos.
La hermanita se fué á la habitación inmediata que estaba casi á obscuras. La soledad era grande. Destapó el piano y sus dedos tejieron una fantasía de la triste dicha humana. Las notas de suave pesadumbre, se deslizaban unas sobre otras para reunirse en explosiones de júbilo y de llanto. Había perdido la hermana su alma de rosa, la de los cuentos azules, pero después de narrar la quimera de la felicidad en tonos tan brillantes, quedósele endulzada la boca.
Se extinguió el crepúsculo, y la melodía corrió perezosa y triste como el hilo de agua que cae de una teja...
El niño se fué aquella noche á la luna.
Eduardo Dieste.
Rianjo. 17-XII-1910» El Eco de Galicia, 21-XII-1910

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